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EL CIRCO DE BOLSILLO

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Domingo 5 de agosto de 2007
Edición impresa | Espectáculos | Nota

El circo de bolsillo: sin red

Payasos de circo portátil, Rabanito, Lucho y el Señor Blo son el único grupo de teatro que hace funciones a la gorra en la ciudad. A seis años de su ingreso en la escena callejera, el trío apuntala su propia tradición.
Celina Alberto
De nuestra Redacción
calberto@lavozdelinterior.com.ar

La sensación térmica no llega a 7 grados. Hay viento, está nublado y el polvillo que vuela entre los arbustos se arremolina alrededor de la multitud que espera un show frente al Rosedal.

No es el mejor día para estar a la intemperie pero alguna promesa, ya cumplida muchas veces, mantiene a casi 100 personas alrededor de una pista de lona atornillada al piso de tierra. Entonces salen tres payasos y uno de ellos saluda como si estuviera en el Luna Park. Le pide al público que abra sus sentidos, que deje que "la magia entre en sus cuerpos". Pide mucho, pero a cambio habrá humor, mucho y bueno. Del simple, el que funciona para la mayoría y hace reír desde lugares reconfortantes y dinámicos. Entonces se acuerdan todos de qué se trata ser payaso y por qué son lo mejor que tiene un circo.

Juego de comodines. Lucho es el augusto protagonista, desobediente, travieso, con barba de chivo y figura gruesa que decora con nariz roja y vestuario extravagante. El Señor Blo va de "mimo-clown" y se encarga del despliegue físico en pista y trapecio. Tiene los atributos para acaparar el escenario, pero se mueve en el registro de un contrapunto discreto. Rabanito es el maestro de ceremonias, la ley y el orden, el que cuida las reglas y mantiene las formas. Los roles ya claros y se abre el juego.

La fórmula elemental del teatro empieza a moverse y no hace falta más que silencio y atención, un paréntesis en la ciudad, para que todo suceda. La red mínima de relaciones contiene al trío, personajes claros en sus intenciones y metidos en una serie vertiginosa de gags diseñados para sostener la atención durante casi una hora.

Que algunos lleguen a la tribuna con 2 años y otros con 45 no hace diferencia. El Circo de Bolsillo heredó una receta que funciona desde hace siglos en todo tipo de públicos y un promedio de 300 personas por semana se aglutina alrededor para corroborarlo. Son los bufones, los clowns asimilados a los códigos del humor siglo 21, que se ríen de lo patético y desdibujan la solemnidad hasta que se convierte en un chiste blanco.

“Lo mejor que tiene el espectáculo es que hace que la gente se quede o incluso vuelva a verlo varias veces”, dirá Juan Manzi cuando se despinte a Raba de la cara y se vuelva a poner zapatos de un número menor al 74. “Mucho de nuestro público está de paso para ir a pagar las cuentas o a tomar el colectivo, entonces hay que mantenerlo atento. Todo tiene que ser rápido, sin pausas, la calle tiene demasiados puntos que te roban la atención, pero muchos dejan de hacer sus cosas para vernos, y eso es fantástico”, dice, y se vuelve a sorprender mientras lo dice. “Para que no salgamos a trabajar tiene que nevar o caer un diluvio. Y si tuviéramos sala y la gente no viniese, igual saldríamos a la calle a buscar al público. Es una política del grupo. De otra forma nos transformaríamos en un grupo elitista que sólo hace teatro para el que puede pagar la entrada” agrega.

Por derecho propio. Desde hace seis años, el Circo de Bolsillo se apropió de la calle como espacio de trabajo y dinámica creativa. El único integrante original de aquella formación es Lucho. Juan entró en 2004 y Pablo el verano pasado. El circo es un producto que no se altera aunque cambien sus factores y hoy son el único grupo de teatro que hace funciones con entrada a la gorra. El principio de la no-tarifa les señala una posición en el mundo que defienden desde la intervención de lo público sin forzar los términos. Los tres saben que dan más de lo que la gente espera de un show gratuito y por eso saben también que esa gente va a pagar más de lo que estaría dispuesta si hubiese una boletería y una sala con butacas.

“No trabajamos por entradas, no nos interesa”, dice Luciano Desimone, “Lucho” los domingos, en el parque, dos veces en una tarde. “A veces la gente cree que porque estamos en la calle ganamos dos pesos; y eso está bueno porque nos ponen más plata en la gorra”, revela.

Lugar de origen. Pablo Fernández, “el Señor Blo” cuando se sube al monociclo, entró al bando tras la salida de Buli Ferreyra, uno de los fundadores, ahora instalado en Francia. Blo mira a sus compañeros y se declara parte de lo que define como una estirpe diferente: los malabaristas. Salió de ahí, de un juego escénico en el que participaba con una murga y que lo hizo conocer el Circo de Bolsillo durante una temporada de funciones en el Teatrino del Zoo.

Luciano y Juan se anotan del lado de los actores, se formaron en teatro y agradecen a sus payasos la posibilidad de investigar personajes desde la versatilidad de rutinas y situaciones que ponen a prueba la repentización. “Al payaso lo vengo probando desde los 17 años y nunca se fue. Lo rico de esto es que podés investigar mucho”, apunta Luciano.

Carpa “diem”. El trío no necesita más de 20 metros cuadrados para instalar su escenario portátil. En el fondo imaginario hay una carpa pequeña, que en realidad es un gazebo con una tela larga alrededor y que les sirve de vestuario y soporte para la bandera del grupo. Adelante y a los costados hay cajones de alambre con tablones encima a modo de asiento y a unos siete metros por arriba de las cabezas cuelga un trapecio y una tela que entusiasma a los curiosos.

La puesta artesanal baja las defensas del peatón ensimismado, que justo pasaba y se paró un rato a ver a dónde va el barullo. No tan cerca, por las dudas le quieran manguear las monedas que aprieta en el bolsillo, pero que al final del show le van a parecer demasiado poco para compensar la entrega de los tres payasos.

La sorpresa los favorece y ellos la ayudan. En dos años invirtieron más de 20 mil pesos en infraestructura y están convencidos de que los ingresos son proporcionales a la apuesta. “Cuando teníamos la tela colgada de un árbol, la gorra era más chica. Después pusimos el trapecio, compramos sonido, hicimos los bancos, y la gente paga por lo que ve”, cuenta Luciano. A veces, una familia de cinco pone dos monedas de 50 centavos. Y ellos no se quejan. “El que no tiene un mango tiene todo el derecho de estar ahí como el que sí puede pagar. Ésa es la idea de pasar la gorra. Nosotros también fuimos pobres”, agrega.









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